Editorial

Colonización y Derechos Humanos

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Por: Jesús -Belén- de la Cruz

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Cuando en 1492 Cristóbal Colón conquistó nuevas tierras a favor de la Corona española, en nombre de los Reyes de Castilla y Aragón, por lo que fue nombrado virrey y gobernador de las Indias a través de las Capitulaciones de Santa Fe, el concepto de los derechos no tomaba en cuenta a la “persona”; sino, que solo se reconocían algunos derechos al “ciudadano”, relacionando el comportamiento de los individuos frente a las leyes arbitrarias de la Corona.

Cristóbal Colón, bien lejos de sus autoridades, comenzó a administrar las colonias según sus propios criterios, los que eran, de por sí, muy escasos dados sus orígenes sociales, al igual que los de sus acompañantes de ruta.

El sistema era simple, los foráneos decidían apropiarse de los bienes de esas tierras conquistadas, esclavizaban a la población allí existente y luego retornaban donde los reyes con las riquezas extraídas como botín de guerra.

Era una combinación perfecta de “ganar, ganar”. Entre el saqueo del oro y las especias nativas, al son de los sables metálicos y el olor a pólvora seca, cuando el escándalo corrió por toda Europa, los Reyes Católicos recibieron la misión por parte del Papa de evangelizar aquellos territorios bajo su dominio.

Una alianza estratégica firmada entre la Corona y la Iglesia, definida como el Patronato Real y el Vicariato Regio, permitió que la Corona española adquiriera una serie de derechos que anteriormente eran exclusivos de la Iglesia católica, tales como: organizar la presencia de la Iglesia en los territorios de América, cobrar el diezmo, organizar la distribución y presencia de misioneros, decidir en cuanto a la ubicación y oportunidad de construir iglesias y catedrales, presentar posibles candidatos para cargos eclesiásticos, entre otros.

Las reacciones no se hicieron esperar, debido a las arbitrariedades cometidas por Colón contra esas poblaciones indefensas. Entonces, como Poncio Pilatos, cuando la Corona se entera de los métodos usados en las colonias por el navegante, definidos como tortura y tiranía, con la asesoría de consejeros y juristas, deciden quitarle el rango de gobernador y hasta lo llevaron un tiempo a prisión para bajar la presión del momento.

Al tratarse de una época de grandes transformaciones y cambios en Europa, los teólogos y juristas comenzaron a dar importancia a la forma en cómo se estaba administrando la conquista. Como resultados sobresalientes, los rasgos resultantes eran que, como civilización superior, los españoles debían controlar y tutelar a los dominados hasta que estos estuvieran a su altura.

Como era de esperarse; trabajo forzado, sangre y sudor eran el precio pagado por los nativos para alcanzar estas metas exigidas por los colonizadores a esas poblaciones subyugadas. Es entonces cuando surgen las primeras ideas del Fraile Francisco de Vitoria sobre los derechos humanos, quien para ese entonces era escritor y catedrático de la Universidad de Salamanca.

Tal si una diminuta luz al final de aquel túnel de oprobio, emerge la Escuela de Salamanca, progresista y revolucionaria para la época, destacándose por renovar los conceptos medievales sobre los derechos, mediante una reivindicación de la libertad del hombre.

Es a partir de aquí cuando se inicia la doctrina jurídica que reclamaba los derechos naturales del hombre a la vida, a la dignidad, a la propiedad y a la libertad de pensamiento. Algunos llaman esta escuela como la génesis de los derechos humanos.

Con la proliferación de estos criterios “progresistas”, Carlos I escuchó sus teorías humanistas, entendiendo que con ello se podía conjugar el derecho de los colonizados a vivir en sus tierras y beneficiarse de ellas; así como el de los conquistadores a entrar a esos territorios y convivir allí haciendo sus negocios de manera pacífica.

Desde esta corriente de pensamiento, inicia la línea de quienes entendían que los nativos tenían derecho a ser libres, a la vida, a su legítima defensa, a los medios que garantizaran su existencia, a la libertad de culto, a la propiedad, a la educación, a la enseñanza, a la familia, a la crianza y educación de los hijos, e incluso a participar en el gobierno de su país.

Al margen de toda mezquindad conceptual, es válido reconocer que los Derechos Humanos sentaron sus bases mucho antes del siglo XX. Para aquellos tiempos ya los españoles acuñaban la idea en desarrollo de que “la soberanía, el poder político y económico tiene sus límites y esos límites son, primordialmente, los derechos naturales de los individuos”.

Desde un punto de vista más relacional, los derechos humanos se han definido como las condiciones que permiten crear una relación integrada entre la persona y la sociedad, que permita a los individuos ser personas jurídicas, identificándose consigo mismos y con los demás.

Ya en el siglo XXI, surge la Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes (DUDHE), de un proceso de diálogo de diversos componentes de la sociedad civil, organizado por el Instituto de Derechos Humanos de Cataluña en el marco del Foro Universal de las Culturas, Barcelona 2004.

Para este tiempo, los derechos humanos emergentes incorporan una nueva concepción de la participación de la sociedad civil, dando voz a organizaciones y agrupaciones nacionales e internacionales que tradicionalmente no han tenido presencia en la configuración de las normas jurídicas, como las ONG, los movimientos sociales y las ciudades, frente a los retos sociales, políticos y tecnológicos que plantea la sociedad global.

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