Opiniones

VIVIR DESPIERTOS

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Apuntes para la construcción de una nueva Humanidad

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“La mayor parte de los hombres ha pasado dormida sobre la tierra; comieron y bebieron, pero no supieron de sí.” JOSÉ MARTÍ.

Por: Carlos Rodríguez Almaguer

De tiempo atrás veníamos un grupo de hombres y mujeres de distintas naciones, culturas, religiones, filosofías, épocas y edades, alertando sobre el letargo suicida al que había llegado, por diversos caminos, la sociedad humana contemporánea.

Pero a pesar de las breves repercusiones que en sus entornos inmediatos pudieron haber tenido esas voces de alerta temprana, parecía que el esfuerzo era tan inútil y doloroso como el de dar coces contra el aguijón. La condición humana había sido anestesiada por la velocidad a la que las nuevas tecnologías sometían su existencia, e hipnotizada por las luces de neón de las vitrinas desde donde se le vendía un modo de vida guiado por el consumismo más desenfrenado y un individualismo feroz.

Nuestra especie, que desde sus orígenes alcanzó sus grados de desarrollo sucesivos gracias a la aplicación de una cultura predominantemente colaborativa en distintos grados, había abandonado esos hábitos, los había considerado arcaicos, y se había dejado disfrazar con los engañosos ropajes de una competitividad asumida en términos de llegar y mantenerse primero a cualquier costo, no solo de ser competente en determinadas habilidades.

Parecía que nada podía disuadirnos de aquella galopante carrera hacia el abismo, ni el peligro de la confrontación armada entre potencias nucleares; ni el de guerras convencionales de baja intensidad entre países fronterizos por viejos o nuevos litigios territoriales o de casta; ni las sublevaciones fratricidas a lo interno de los países, motivadas casi siempre por elementos externos interesados en sus recursos naturales y no en la justicia; ni la crueldad silenciosa del hambre innecesaria que elimina del tablero del mundo a millones de personas cada día; ni las enfermedades fácilmente curables que matan a millones de niños entre las poblaciones más pobres de todos los países; ni las criminales agresiones cotidianas a la naturaleza, que se revolvía con dolorosos gestos de descontento en forma de sequías, inundaciones, terremotos, ciclones, veranos sofocantes e inviernos cada vez más crudos. Todo resultó inútil.

Hasta que el coronavirus hizo presencia en nuestras vidas para pegarle un frenazo descomunal a la vertiginosidad de aquella existencia atropellada, demencial y suicida. No es importante ahora cuál haya sido su origen: si fue invento macabro de una potencia para arrodillar a otra, si como fruto de largas maquinaciones de un gobierno silencioso que maneja desde las sombras los hilos del mundo, o como castigo divino por nuestras constantes transgresiones a los valores éticos fundamentales que nos han transmitido todas las religiones y las filosofías, y que nos venían ayudando, con mayor o menor éxito, a convivir en cierto orden como individuos, como sociedades y como Humanidad.

Lo importante es que la resultante ha sido el encierro, aunque sea momentáneo, de una parte considerable de nosotros, los humanos. Y con el encierro vino inevitablemente la obligación de pensar y de pensarnos como individuos, como sociedades y como Humanidad. ¡Ay, de aquellos a quienes el miedo a pensar y a pensarse los traía de una escapada en otra, inventándose excusas para no asomarse dentro de sí y aceptar el vacío predominante en su existencia inútil!

Pensar puede ser doloroso y causa de angustias infinitas. Pero evadir el pensamiento no es ya una opción para el nuevo Ser Humano. O dominamos por nosotros mismos nuestras propias mentes, o abandonamos con negligencia criminal ese enorme poder a otros, los mismos que nos trajeron hasta aquí, para que nos dominen a través de ellas. O pensamos y trabajamos para construir con nuestras propias manos ese mundo mejor al que tenemos legítimo derecho, y que es desde ahora nuestra única opción de sobrevivencia, o pereceremos en el breve plazo de unas pocas generaciones.

El último aldabonazo lo ha dado la naturaleza misma. Con la mayoría de nosotros encerrados por temor al contagio y a la muerte probable que es su consecuencia más drástica, la naturaleza ha dado muestras fehacientes de que viviría mejor sin nosotros. Especies que se creían extintas han vuelto a ser vistas, los mares y ríos han comenzado a limpiarse, el aire se ha tornado más puro, la capa de ozono se ha recuperado, y varias especies en peligro de extinción se han incrementado en la tranquilidad de sus hábitats.

Pero el Ser Humano, ángel y bestia, suele ser también una especie ladina y testaruda. Mientras miles están encerrados en sus casas, o en hospitales rogando por sus vidas y las de sus amigos y familias, hay quienes aprovechan la falta de competencia y de fiscalización para avanzar en sus nefastas ambiciones. Negocian con el dolor y con el miedo a la muerte; se abalanzan en zafarrancho criminal contra los bosques vírgenes y las demás especies; multiplican el precio de los productos de primera necesidad para engordar sus bolsillos; caricaturizan el hermoso deber de la solidaridad bajo el espectáculo de la propaganda política electorera; confunden el patriotismo con el nacionalismo xenófobo, y escupen a los cuatro vientos sus teorías retrógradas sobre la legitimidad de la preponderancia de los más fuertes, cuando lo que nos distingue como especie es la capacidad que hemos demostrado de sacrificarnos individual y colectivamente para proteger a nuestros individuos más débiles.

Para confirmar esta verdad basta poner atención a los cada vez más numerosos testimonios de gestos solidarios, que nos conmueven hasta las lágrimas, entre individuos, entre individuos y animales, entre vecinos, entre sociedades y entre países. Se cumple hoy con toda su fuerza aquella profecía poética de Pablo Neruda: “Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida”.

Por otra parte, nos ha quedado más clara nuestra condición de seres sociales. Por defecto hemos aprendido, mejor que en las catequesis o las clases de Educación Cívica, que la irresponsabilidad de un solo individuo puede tener un efecto devastador en la vida de millones de personas; que la salud de millones de seres humanos puede depender de la salud o la enfermedad de un solo individuo de la especie. Y por consiguiente hemos podido palpar, bajo la motivación ineludible del miedo a la muerte, que de la seguridad y el bienestar de los que nos rodean dependen en gran medida nuestra propia seguridad y bienestar.

Esta vieja verdad que ahora desempolvamos, debe ser levantada y reverenciada como la bandera de la Nueva Humanidad que forjaremos de ahora en más “con todos y para el bien de todos”: “NO HAGAS A OTROS LO QUE NO QUIERES QUE TE HAGAN”, y por derivación: “Trata a los demás como quisieras que ellos te trataran”. Si asumimos sinceramente que cada persona es un mundo construido por experiencias singulares de vida, moldeado por circunstancias muy específicas y casi irrepetibles, y guiado por un carácter forjado en condiciones socio psicológicas y económico- culturales únicas, entonces no será difícil que adoptemos una conducta ecuménica que nos permita escuchar los puntos de vista que los demás tengan sobre un tema que nos preocupe también a nosotros. Aprenderemos a escuchar al otro para tratar de entender sus razones, y no solo esperar a que termine de hablar para responderle con nuestra andanada de argumentos.

Tendremos la certeza de que nuestra verdad, o lo que creemos tal, es apenas una parte de una verdad mayor que se construye con las otras partes que los demás nos aportan. Seremos naturalmente humildes, y los “debates” volverán a ser “conversaciones” adonde no vamos a competir para ganar o perder, sino a que ganemos todos, porque todos estamos en igualdad de condiciones, tratando de aprender de la verdad del otro para disfrutar de una visión más completa sobre la realidad que nos rodea y nos impacta, y trabajar por transformarla para el bien común.

En esta Nueva Era, la educación universal habrá de ser pensada como la construcción integral de un Ser Humano distinto, superior en esencia y en forma. En esencia, porque sus conocimientos deben estar equilibrados con su espiritualidad y su conciencia; y en forma, porque sus hábitos y su conducta, pública y privada, deben estar en consonancia con la esencia de la que emanan, de manera que tanto el árbol como sus frutos sean buenos para el individuo y para su entorno inmediato. La familia, la escuela y la comunidad, son el Amnios donde se construye el carácter del futuro humano adulto cuyos actos tendrán, inevitablemente, consecuencias en la familia, la comunidad y la sociedad en general. Construir a un nuevo Ser Humano para que viva “despierto”, no significa establecer un sistema de vigilancia y compulsión que merme su libertad individual o frene su desarrollo integral.

Significa sobre todo, aportarle desde las edades más tempranas herramientas y ternura suficientes para que pueda continuar ese proceso permanente de autoconstrucción, que comienza al nacer y no acaba sino con la muerte. Las diversas escuelas pedagógicas deberán colaborar, en vez de competir; ajustar sus mejores aportes a las condiciones específicas en que transcurre el proceso de construcción del nuevo individuo y, en la medida de lo prudente, irle incorporando aquellos elementos que le permitirán tener de adulto una cosmovisión holística y un espíritu ecuménico, al comprender la identidad universal del Ser Humano, su relación simbiótica con la naturaleza y con aquellas condiciones específicas en que ésta le permite vivir a plenitud. Resultaría criminal dejar de lado una verdad útil a la construcción integral del nuevo humano por cuestiones de celos y cotilleos de doctrinas o escuelas. “Todas las escuelas y ninguna escuela: he ahí la escuela”, “todos los métodos y ningún método: he ahí el método”.

Si bien es cierto que las sociedades se han expandido, y que las ciencias y las tecnologías se han desarrollado gracias a la aplicación práctica de los saberes acumulados por la humanidad en su devenir hasta nuestros días, es también cierto que el Ser Humano no ha sufrido un importante proceso evolutivo.

Seguimos siendo tan influenciables como lo éramos hace dos mil años. De manera que, a pesar del adormecimiento que ha provocado en nuestra biología y en nuestra mente la velocidad a la que veníamos existiendo, seguimos siendo tan sensibles como lo fueron las grandes personalidades humanistas que nos precedieron.

Hombres y mujeres que llevados de un espíritu noble y de una singular comprensión del sentido de la vida humana, nos regalaron los mejores ejemplos de belleza, voluntad, esperanza y solidaridad, por las vías más diversas en que puede expresarse la condición humana y su relación con la naturaleza y con su tiempo. El ecumenismo deberá ser el emblema principal de toda religión que un individuo elija en lo adelante como escuela de disciplina propia y espacio de pertenencia colectiva, en su búsqueda innata para acercarse al Espíritu del Universo, en las diversas formas y manifestaciones en que haya sido interpretado por cada cultura.

Que salvando los mejores ejemplos y valores de cada tradición, se enfoquen en ayudar a construir a un Ser Humano más espiritual y solidario, responsable consigo mismo y con todo lo que le rodea. Consecuente con el espíritu del amor universal, y no fanatizado por el dogma. Que rehúya la hipocresía de ver al templo eclesiástico en una especie de lavadero de conciencia, adonde va a limpiarse una vez por semana de toda la suciedad que ha recogido en su alma egoísta e impía al tratar día a día a sus semejantes. La hipocresía y el dogmatismo religiosos han sido causa de innumerables desgracias para la humanidad.

Es tiempo ya de que la religión sea vía hacia el espíritu insondable que está vivo y latente en cada individuo de la especie, y cuyo impulso primigenio nos lleva a experimentar el amor y a practicar la ternura hacia nosotros mismos y hacia los demás: el amor, por lo que somos capaces de sentir, y la ternura, por la delicadeza con que nos tratamos y tratamos a nuestros semejantes y a la naturaleza en su conjunto. Una parte de esa energía universal está presente en cada uno de los individuos de la naturaleza.

Somos, únicamente, una singular manifestación del todo. El brazo izquierdo no debería guerrear con el derecho, puesto que ambos son indispensables para el cuerpo; ni el pie derecho debería ponerle zancadillas al izquierdo, puesto que para avanzar necesitamos que cada uno adelante a su tiempo. Pero hemos vivido hasta hoy con los brazos en guerra entre sí y con los pies tropezando con sus propias trampas. No es raro entonces nuestra situación actual, ni la manera violenta y errática en que llegamos hasta aquí.

Y si al final somos lo mismo, si tenemos dolores y alegrías iguales, como también sueños y frustraciones semejantes; si ya vamos aceptando que cada cultura ha legitimado en el tiempo sus singulares cánones; si hemos aprendido a la fuerza que del bienestar de uno depende en gran medida el bienestar de todos; si un enemigo invisible ha venido a mostrarnos, sin medias tintas, que frente a la muerte no hay diferencias, entonces nos será más fácil organizar esa red de relaciones que sostiene el entramado de nuestras sociedades, sin el cual resultaría más difícil organizar la vida cotidiana, y en el que debemos tomar parte, de una manera y otra, todas las personas “despiertas” que queremos contribuir a que el mundo sea un lugar mejor para nosotros y para las demás especies. Esa red de relaciones que solemos llamar “política”, y que la hemos corrompido, por acción u omisión, todos los que en ella hemos participado o le hemos dado la espalda.

A esa política la hemos degenerado hasta convertirla en politiquería. Politiquería es la acción amañada, infame e inescrupulosa por la que un grupo de pícaros audaces se juntan y construyen alianzas que benefician a sus propios intereses, a costa del dolor de la mayoría que se queda indefensa y sufre innecesariamente ante el poder represivo del Estado, secuestrado por esa camarilla insensible y espuria. Política, en cambio, es la manera en que se establecen y practican aquellas relaciones que le permiten a una sociedad convivir, protegerse, participar y desarrollarse en las condiciones en que todos, o la mayoría de sus miembros, ha decidido organizarse.

En nuestros tiempos se ha hecho frecuente la crítica acerva a los gobiernos por la corrupción de sus miembros, pero no suele hacerse tan descarnada la crítica a los hombres y mujeres que con su voto en las urnas, con su complicidad en las mesas electorales o su uso inmoral de la fuerza, han contribuido a colocar a esos individuos rapaces y volubles, en posiciones de poder gobernar.

Construyamos una generación, o mejor aún, convirtámonos en esa generación, de individuos íntegros, cultos, instruidos, ecuménicos, humanistas, espirituales, que aprovechen los adelantos del saber humano en todas sus aristas, de la ciencia y la técnica, del arte y la cultura; que no vuelvan a confundir los medios con el fin que es único: vivir saludables y tranquilos, alegres y útiles; que disfruten equilibradamente del bienestar espiritual y material que sean capaces de conquistar con el esfuerzo libre y honrado, sin afectar la libertad ni la dignidad de los demás. Solo así tendremos mejores familias, mejores instituciones, mejores sociedades. La Madre Naturaleza nos seguirá sosteniendo bondadosa en su Amnios, y el mundo será para todos un mejor lugar. Podemos hacerlo.

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