Una de las condiciones de la vida contemporánea es la velocidad. En unos meses puedes pasar de la nada a convertirte en el defensor heroico de una causa y luego en su mayor traidor: la historia épica de ascenso y caída ahora es, con suerte, un videominuto. Los debates son intensos y breves. La siguiente discusión los borra y a menudo lo único que uno recuerda es que estaba discutiendo con la misma gente sobre algo que parecía crucial. El debate se ha acelerado, pero algunas cosas son más o menos las de siempre. No importan los argumentos, sino las posiciones: quién defienda una opción es más importante que las razones que le han llevado hasta ella. Otro elemento también es antiguo: cada nuevo hecho se adapta para que encaje en una forma previa de ver el mundo y ayude a impulsar una causa. Los datos solo interesan si refuerzan las propias posiciones. Los empleamos, como decía Housman, como un borracho usa una farola: para buscar apoyo y no iluminación. Si no ayudan al argumento, siempre se puede hablar de percepciones o metafísica. La anécdota se debe colocar en un contexto que ayude a evaluar lo que significa, salvo cuando no conviene. Da igual que la solución propuesta sea viable o sensata; busca sobre todo reafirmar una cosmovisión y mostrar la propia bondad. La discusión en las redes sociales polariza: el primer paso siempre es esencializar al rival y dudar de la moralidad de sus puntos de vista. El debate es público y tribal: las posiciones son más intransigentes que en privado. El periodismo, que pierde autoridad cuando la información se vuelve más abundante, deja de filtrar o de distinguir entre hechos y opinión, e impulsa las polémicas, como aquel político que corría tras la multitud exaltada diciendo: “Soy su líder, tengo que seguirlos”. El tema puede ser trágico como un asesinato o banal como un anuncio; puede ser un asunto crucial o uno de esos fenómenos urgentes que, como decía Amos Tversky, si tardas un poco en atender descubres que no son importantes. Lo único que sabemos es que a las pocas horas habrá otro debate que agite nuestra pasión hermenéutica y en el que las divisiones serán parecidas. Lo que importa, a fin de cuentas, es sentirse bien con uno mismo.
Fuente: El País/ Daniel Gascón