Como decía Bill Clinton, uno de los progresistas más sagaces (y que más añoramos en esta época de postureo izquierdista), no pelees en el barro con un cerdo. Y es lo que hacemos con los nuevos políticos ultranacionalistas. No nos preguntamos qué quieren, sino quiénes son. Y, al acusarlos de neofascistas y racistas, descendemos a un terreno enfangado donde los extremistas tienen siempre las de ganar.
El racismo es un problema, pero el problema no es el racismo. A pesar del alarmismo de los intelectuales supuestamente progresistas, ni Trump ni Bolsonaro ni la derecha radical europea serán capaces de reeditar el racismo y la homofobia imperantes en las sociedades occidentales hasta hace apenas unas pocas décadas. Somos demasiado tolerantes como para reproducir nada que se parezca no ya a las atrocidades de los años treinta del siglo pasado, sino tan siquiera a las terribles leyes homofóbicas y racistas de las más respetables sociedades de los años sesenta o setenta. El denominador común de la nueva extrema derecha no es el racismo o el neofascismo, sino el nacional-populismo. Esta distinción es crucial para entender el éxito de estos movimientos más allá de los pesebres mediáticos en los que nacieron. Algunos nacional-populistas son racistas. Pero son pocos, porque nuestras sociedades son, cada día, más tolerantes con la diversidad. Por ejemplo, hasta entrados los años ochenta, uno de cada cuatro americanos aprobaba la prohibición de los matrimonios interraciales. Ahora, casi nadie.
Para crecer fuera de la caverna neofascista, los nacional-populistas han cambiado la concepción pura de nación que tenían sus abuelos por una idea vaga y más inclusiva. No exigen las condiciones biológicas, sexuales, ni tan siquiera culturales, de los viejos fascismos. No quieren transformar la sociedad, sino evitar las transformaciones sociales. No venden políticas claras, sino amalgamas de neoliberalismo y proteccionismo. No ofrecen una ideología máxima, sino mínima, capaz de atraer a miles de votantes que simplemente temen los cambios de un mundo global. Si los llamamos racistas, reforzamos su percepción de que solo los políticos ultras les entienden de verdad. Para derrotar a la ultraderecha, debemos mostrar su evidente incoherencia programática, no su supuesto racismo.
Queda mucho camino hasta conseguir una sociedad más justa y tolerante. Pero, para andarlo, hay que salir del barro.
Fuente: El País/ Víctor Lapuente