Opiniones

La tentación de la radicalidad

Al principio fue desconcierto y tribulación. Hoy no, hoy ya es miedo y enfado. Esta tormenta de época es uno de los fenómenos políticos más relevantes de nuestro tiempo y amenaza ya las democracias liberales. La pregunta es: ¿qué vamos a hacer?

Tanto la izquierda como la derecha en Europa —aunque ya suenen a viejo estas dos corrientes políticas en su sentido clásico— se hallan atrapadas frente al populismo, cada una de diferente manera, en un bucle que ha provocado un bloqueo discursivo y un evidente repliegue de valores.

Si tiempos no tan lejanos fueron testigos de encendidos debates ideológicos de fondo —también de acuerdos fundamentales que, desde las renuncias, permitieron el avance de las libertades y el progreso—, hoy se instaura poco a poco el convencimiento de que el debate político se construye a golpe de inmediatez y carece de recorrido. Aquel armazón ideológico y discursivo desplegado en tiempos mejores parece ahora impotente ante el Amazon aplicado a la inmediatez política. Hay que ofrecer de todo. Y en menos de 12 horas, todo hecho tiene su explicación empaquetada en las casas del público.

El mundo ya no se puede explicar en dos grandes tendencias ideológicas, acotadas y cerradas. Es imposible abordar con determinación y éxito los problemas que nuestro tiempo experimenta porque la realidad es múltiple, no dual; y porque la batalla política más relevante hoy ya no se libra en el eje izquierda-derecha, sino en el de quienes defienden una sociedad abierta u otra iliberal y cerrada.

Esta gran velocidad en la transformación de la realidad no es muy diferente a la experimentada en otros momentos de la historia reciente, solo que ahora se produce con gran publicidad (Internet como gran transformador de la comunicación) y se incorporan nuevos actores geopolíticos que influyen directamente en nuestra vida y en la economía. La permeabilidad es constante y multipolar: hoy más que nunca nos afecta lo que le ocurre al vecino.

El cambio profundo convierte las certezas en efímeras, volátiles y frágiles; parecería que la moderación es difícil de sostener porque es latosa, carece de épica, y estos tiempos han confundido la heroicidad con hablar en voz alta. Debemos conformarnos con una épica low cost, cuando lo necesario sería cambiar las luces cortas de la urgencia por las largas de la Historia.

Decía Ortega que “la civilización, cuanto más avanza, se hace más compleja y más difícil. Los problemas que hoy plantea son archiintrincados. No es que falten medios para la solución. Faltan cabezas. Más exactamente: hay algunas cabezas, muy pocas, pero el cuerpo vulgar de la Europa Central no quiere ponérselas sobre los hombros”.

Como si nada hubiera cambiado en el mundo y las democracias representativas liberales no estuvieran en riesgo global —para Ignatieff, no existe ninguna garantía de que la Historia haya tomado partido por la libertad o de que la democracia vaya a prevalecer—, la agenda política parece condenada al dominio del debate táctico y epidérmico; lo que no solo nos empobrece como sociedad y abochorna cuando paramos a reflexionar, sino que deja vía libre a un populismo empobrecedor. Con las particularidades propias en cada país, y los resultados electorales en diferentes Estados de la Unión lo demuestran, Europa se ve arrastrada por el populismo al debate grueso, estéril y casi fantasmagórico.

Vivimos la primera gran resaca del nuevo orden mundial surgido por la globalización, un mundo que no es estático y que se caracteriza por el cambio constante. Un cambio que a muchos aturde. La mundialización es una realidad cargada de oportunidades y retos, creadora de riqueza (el nuevo capitalismo necesita ajustes, como los ha necesitado en todos los cambios de era, pero sigue siendo el sistema que más libertad y riqueza ha creado y repartido en la historia de la humanidad), pero cuenta aún con el talón de Aquiles de la ausencia de gobernanza que nos permita saber y corregir sus extralimitaciones. La crisis es de confianza, y la confianza es uno de los pilares fundamentales de la democracia.

Afrontamos multitud de retos como el de la posmecanización del trabajo, su robotización y digitalización, deslocalización y exigencia de nuevas especializaciones; la población europea envejece y asaltan las dudas sobre el sostenimiento —en toda Europa— del sistema público de pensiones, cobertura, asistencia y protección del Estado de bienestar; la presión migratoria sobre Europa provocada por la ausencia de oportunidades o de libertad en países de nuestro entorno, con su ineludible dimensión económica y humanitaria; las identidades se diluyen (qué peligroso es lo de la identidad colectiva) y se convierten en globales, mixtas, y algunos ven ahí amenazas culturales, y nostalgia, enfado…

Respondiendo a situaciones de transformación e incertidumbre aparece en la historia una ventana de oportunidad para el populismo y colectivismo iliberal. Ese populismo es el primero en comprender que no solo basta con ofrecer respuestas simples a problemas complejos y multicausales, conviene identificar a uno o más culpables, en la plaza pública y con escarnio, como causantes de todos los males. En su última obra publicada en España, Mark Lilla asegura que “las proposiciones se vuelven puras o impuras, no falsas o verdaderas. Y no solo las proposiciones, sino las palabras sencillas”. Alarmismo como receta infalible para la inflamación del enfado de la opinión pública. Mientras, en la otra mano, sostienen su ungüento mágico.

Debemos de ser capaces de articular una alternativa que nos permita ser referencia también de los que tienen miedo (esos que ahora se llaman perdedores económicos y culturales de la globalización), que tienen, además, la particularidad de ser muchos y transversales, personas a las que no se puede caricaturizar.

Aunque el terreno de juego esté embarrado, no debemos aceptar el marco del populista, ni permitir que el centro del debate sean sus temas, ni su estilo ramplón y agresivo un ejemplo. A rebufo del populismo solo gana el populista, entrando en su juego solo gana la radicalidad, se ahonda la grieta en la confianza en el sistema y nada edificante se puede construir. La estabilidad y el equilibrio que proporcionan los partidos políticos defensores de la democracia liberal representativa les obliga a un ejercicio de responsabilidad pública esencial. No pueden caer en la trampa del populismo, no pueden aceptar que la radicalidad es una opción en la posición política. Hoy, especialmente, resulta fundamental abordar los debates con serenidad, rigor y apertura, lo que hace un tiempo se llamaba “sentido de Estado”, solo que ahora pensamos además en global.

Es tentador, porque en este mundo de alta velocidad parece más eficaz a corto plazo sumarse a la estrategia del populismo y desdeñar la moderación. Jugar con las reglas de la radicalidad, pretender ganar en el mercado del enfado y del miedo quizás sea más fácil, pero es una apuesta perdida. El centro hoy es la persona, y este mundo no se puede limitar en espacios cerrados, ni identitarios, ni uniformizadores de acuerdo a ideas del siglo XX. Vivimos en la era de los sistemas políticos y de las sociedades en red. No necesitamos caer en la radicalidad del populista para ganar al populismo, no necesitamos barreras defensivas, sino expansivas.

Fuente: El País/Borja Sémper

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