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La gran potencia pierde esperanza de vida

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Décima a décima, la que hasta hace poco era la indiscutible primera potencia del mundo, EE UU, está retrocediendo en uno de los principales indicadores de progreso: la esperanza de vida. Por tercer año consecutivo, ha bajado. Lo importante no es cuánto, sino el cambio de tendencia y lo que eso significa: ninguna conquista social puede darse por definitiva. Siempre se puede retroceder si cambian las circunstancias, pues la mayor longevidad depende de una combinación de factores, desde la higiene y la calidad ambiental hasta las condiciones sociales y el acceso a una buena medicina.

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Un estudio del Centers for Disease Control de Atlanta (CDC) muestra que la esperanza de vida ha pasado de 78,9 años en 2014 a 78,6 en 2017 debido a un incremento de muertes prematuras sin precedentes desde el periodo 1915-1918, en el que se combinó la I Guerra Mundial y los estragos de la mal llamada gripe española. El CDC atribuye este descenso a dos causas principales: las muertes por sobredosis de opiáceos, que se han multiplicado por cuatro desde 1999, y el aumento de los suicidios.

Las muertes por sobredosis alcanzaron el año pasado un nuevo récord, 70.237, pero lo más relevante es que casi la mitad de ellas no fueron por inyectarse heroína, sino por abuso de analgésicos derivados de los opiáceos, como el fentanilo, que se ha convertido en un grave problema de salud pública en EE UU. Las muertes por fármacos opiáceos obtenidos en el mercado negro han pasado de 19.413 en 2016 a 28.466 en 2017. La elevada prescripción de fentanilo para dolencias banales y la baja tolerancia al malestar de una sociedad educada en el hedonismo es la fatídica combinación que ha llevado a muchos norteamericanos a convertirse en adictos a los opiáceos.

También los suicidios han aumentado un 3,7% (47.000 muertes en 2017) y aquí es más difícil dilucidar las causas porque hay grandes diferencias. Mientras en las zonas urbanas se producen 11,1 suicidios por 100.000 habitantes, en las rurales se registran 20 y en algunos Estados, como Virginia, 58. Los expertos atribuyen esta diferencia a la mayor facilidad de acceso a las armas en el medio rural y a la falta de una buena cobertura de asistencia mental. Ante estos datos, los expertos en salud pública se preguntan: ¿hemos de aceptar este cambio de tendencia como una nueva normalidad o podemos hacer algo por evitarlo?

Fuente: El País/Milagros Pérez

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