Las elecciones estadounidenses han sido festejadas, entre otras cosas, por la intensificación de la diversidad en el poder político. El histórico número de candidatas consiguió impactar en los resultados: dos congresistas indígenas, dos musulmanas, la aún veinteañera Ocasio-Cortez y un gobernador abiertamente homosexual son algunos de los ejemplos que dibujan esta nueva imagen, más heterogénea, de lo público. Se trata de un hito democrático, pues la afirmación y celebración de la diferencia contrasta con una tradición republicana donde lo público se define desde la igualdad malentendida como homogeneidad, y desde un Estado que construye su universal imparcialidad con mecanismos de asimilación que muchas veces estigmatizaron la diferencia.
La conquista de la igualdad formal de todas las personas fue, desde luego, un logro revolucionario. ¿Su reverso? Que ese ideal se construyese sobre la virtud y respetabilidad masculinas, excluyendo implícitamente a quienes no se identificaban con algunas características de esa supuesta identidad universal. Razón, fuerza, blancura y una forma de amar que no llamase la atención sobre su particularidad eran los atributos del ciudadano que deliberaba en el ámbito público, del estadista o el burócrata que acudía a los clubes a discutir de política con sus pares y que, llegado el momento, defendería con su vida la nación, si fuera necesario.
En Nacionalismo y sexualidad, George Mosse explica cómo el amor a la nación dentro de ese Estado universalista e imparcial se construye sobre el esquema del color, la raza y el género; esto es, sobre una política de la identidad donde habita el sentido profundo del ser de un sujeto que dirimía el interés general sin entender que solo representaba el interés de unos pocos. Quizás el desvanecimiento de esa idea homogénea de nación haya terminado por sublimarse en la caricatura de un hombrecillo anaranjado que se dice guardián de las esencias identitarias de aquellos que considera verdaderamente pueblo. Homosexuales, negros, latinos, musulmanes y mujeres siguen resultando algo exótico a esa idea de nación blanca de Trump que, paradójicamente, necesita de los excluidos para poder reafirmarse como pueblo.
Quizás esta nueva experiencia de lo público que va abriéndose camino en la política estadounidense consiga interrogar a Trump sobre su propia identidad. Al fin y al cabo, el sentido de nuestro yo se basa en una manera activa de mirar: por eso convivir con los diferentes nos hace tomar conciencia del lugar tan relativo que ocupamos en el mundo. Tal vez al enfrentarse a esa imagen más colorista de lo público se dé cuenta de que lo verdaderamente exótico de la nación en la que vive es él.
Fuente: El País/Máriam Martínez