Muchos pensaban que era un efecto colateral de la crisis, pero la precariedad laboral ha venido para quedarse y con ella todos los problemas sociales y personales que la acompañan. Formaba parte de una agenda política muy anterior a la crisis. Quienes defendían las dos reformas laborales que han hecho posible la eclosión de precariedad aseguraban que eran necesarias para salir de la crisis y volver a crear empleo. Finalmente se está creando empleo, pero más tarde y de peor calidad que otros países que aplicaron otras recetas.
Si hemos alcanzado una tasa de paro y de ocupación similar a la de antes de la crisis es a base de trocear el trabajo y repartirlo entre más, de manera que figuran como empleados jóvenes que trabajan pero no pueden llevar una vida autónoma. Una investigación del Centro de Estudios Demográficos de Cataluña muestra que la precariedad no es un fenómeno acotado a los menores de 30 años. Ahora se extiende a la franja de 30 a 40 años, en la que el tiempo de empleo precario se ha doblado, con el agravante de que la precariedad después de los treinta años no solo afecta a la calidad de vida, sino a decisiones tan importantes como tener hijos o comprar una vivienda.
La precariedad se ha convertido en un elemento estructural del modelo productivo. Se está extendiendo una nueva y desagradable experiencia vital: la del trabajo interruptus, esa modalidad de empleo en la que se contrata por días, semanas o meses y la jornada laboral, siempre parcial, puede variar cada poco, de manera que el trabajador ha de hacer reserva total de su tiempo porque no sabe qué días y con qué horario trabajará la semana siguiente. Los datos del desastre asoman por doquier. En el salón de la vivienda Meeting Point se ha constatado, por ejemplo, que el alquiler de viviendas ha caído un 39% respecto a 2017 en la franja de edad de 18 a 34 años. Y no porque se hayan lanzado a comprar.
Para mucha gente, y especialmente para los falsos autónomos, el trabajo es hoy más tripalium que nunca. Pero no un tripalium que causa sufrimiento físico, como aquel instrumento romano de tortura para castigar a esclavos o reos del que procede por evolución metonímica la palabra trabajo, sino un tripalium más líquido que, como advierten Daniel Cohen, Sigmunt Bauman o Byung Chul Han, lo que provoca es un intenso y persistente sufrimiento mental.
Fuente: El País/Milagros Pérez