“El bloque independentista se rompe”. No hay titular que guste más a la prensa de Madrid, sin importar la línea editorial. Durante años ha sido costumbre anunciar la ruptura de la coalición indepe cada dos o tres semanas, más o menos el tiempo que tarda el separatismo en zurcir sus descosidos y volver a caminar como una falange hoplita. Porque si a algo se parece el bloque secesionista es a un acordeón, cuyo fuelle, al abrirse, hace que las cajas de resonancia en los extremos se separen durante un lapso breve, hasta que, al cerrarse, vuelven a quedar unidas. El fuelle puede abrirse en una dirección o en otra, y el sonido quedar momentáneamente interrumpido, pero siempre termina por agruparse y liberar su acorde.
El independentismo nunca se rompe. Lo dice la observación directa del caso español y lo predice también una ley de bronce de la historia. Esta: que entre los nacionalistas de todos los países y todas las épocas se impone siempre la union sacrée. Entre otras cosas, porque el nacionalismo no es exactamente una ideología, sino una creencia de corte religioso que anuda a los creyentes en un objetivo y hace que no respondan a incentivos ordinarios. Cualquier parón será táctico; cualquier trato, una treta. La obstinación capitalina en creer que es posible abrir una fisura en el bloque indepe es caso claro de pensamiento desiderativo o wishful thinking que tiene que ver con otra incurable querencia: la de encontrar el nacionalista moderado, santo grial de la política madrileña, al que encargar la gobernación de los asuntos catalanes. En la entrevista de trabajo solo se piden dotes para el disimulo.
Por utilizar el lenguaje de la psicología conductista, la élite de la capital está convencida de que aplicando un refuerzo positivo (una recompensa política) el líder independentista enmendará su conducta. Pudiera ser, pero lo cierto es que la celebrada ruptura de filas a cuenta de la suspensión del derecho de voto de los diputados encausados ha traído causa, no de un gesto político, sino de una decisión judicial, es decir, de un estímulo aversivo, también llamado castigo. Elevando los costes de mantener comportamientos intolerables, se modifica la conducta, como ya pasó con la ilegalización de la izquierda abertzale.
Frente al acordeón secesionista el paisaje es desolador. La parte del Estado que desea preservar la constitución se parece a una banda de rockeros que una vez interpretó un gran éxito, y que ahora, disuelta tras una tormenta de acrimonia, desafinan en solitario entre amargos reproches. Sobre la causa de la ruptura, cada evangelista contará la suya. Lo que importa es que si el Estado democrático ha de prevalecer deberán volver a juntarse. Porque para divide et impera, el que los nacionalismos subestatales llevan infligiendo con éxito a los partidos leales a la constitución desde hace décadas.
Fuente: El País/Juan Claudio de Ramón