Si hubiera que definir en uno o dos plumazos la economía de Brasil hoy habría que recurrir a dos “demasiados”: demasiado déficit presupuestario y crecimiento demasiado lento. Después de una recesión profunda, muy tóxica en un país con rentas salariales bajas y una desigualdad elevada, en 2018 las estimaciones apuntan a una tasa de crecimiento del PIB del 1,5%. El entorno político y económico es de incertidumbre; y en esa indefinición peligrosa la figura de Jair Bolsonaro juega un papel importante, por más que la expectativa de una victoria clara tranquilice momentáneamente a los mercados. La política de ajuste presupuestario ralentiza el crecimiento con la esperanza de una estabilidad financiera gravemente afectada por la subida de tipos de interés de la Reserva Federal. Por añadidura, el crecimiento de la violencia en las calles es un factor que debe tenerse en cuenta como obstáculo a la estabilidad. Así están las cosas.
En términos objetivos, la presión del déficit público (en torno al 7%) induce a continuar con las políticas de ajuste que propone Bolsonaro. Esto es exactamente lo que esperan tanto los inversores como el entorno político neoliberal latinoamericano. El problema es que la política de ajuste en estos momentos tiene carácter procíclico. Eso significa que a cambio de la estabilidad financiera cara a los inversores y a las empresas, se corre el riesgo de que la desigualdad siga creciendo y se ahonde un poco más la sima de la pobreza. En cualquier caso, la aplicación de políticas económicas de ajuste requiere una situación de dominio político que el panorama electoral brasileño está lejos de avalar. De forma que no es difícil pronosticar una persistencia de las dificultades para reducir el déficit público mediante recortes del gasto.
Fuente: El País